Opinión

Desfondamiento moral: una hipótesis; por Alejandro Navas

Publicado el 24 de julio de 2025

Por Alejandro Navas, sociólogo
Pamplona 5-VII-2025

 

Tengo un conocido que ha heredado la vieja casa familiar, en la que vivieron sus padres y abuelos. Está situada en un pequeño municipio a pocos kilómetros de una de las grandes ciudades españolas. El paisaje es bonito, con una naturaleza pródiga. Esa zona se ha puesto de moda y ha atraído a gente de la ciudad, que en los últimos años ha construido chalets y casas de verano: muchas de ellas de gran calidad, incluso de cierto lujo, para residentes con dinero y también con apellidos ilustres.


La casa de mi amigo, sólida y modesta, necesita reparaciones. Entre otras cosas, hay que modernizar la instalación eléctrica, y hablando con el electricista el dueño se refirió a la modalidad de contrato que iba a elegir. La respuesta del técnico fue inmediata: -“Usted es tonto”. –“¿Cómo dice?” –“Sí, que es tonto. Todos los chalets de la zona obtienen la electricidad a través de un cable conectado a la red”. –“Pero eso es ilegal”, respondió con sorpresa mi amigo. –“Ya, pero es lo que hacen todos. Usted verá”. Mi amigo no podía dar crédito a lo que oía. Quién iba a imaginar una conducta tan inmoral en personas tan conspicuas.


Me parece que esta pequeña anécdota adquiere un inquietante carácter sintomático sobre la calidad ética de nuestra sociedad. Seguramente la mayoría de la población española cumple honradamente con la ley -y con la compañía eléctrica-, paga sus impuestos e incluso se preocupa de los más necesitados. Pero se generaliza la impresión de que la corrupción y la picaresca campan a sus anchas. Las élites, llamadas a ser guía y ejemplo, ofrecen un espectáculo lamentable. La ciudadanía ya no se fía de los que deberían liderar la vida colectiva. La gente de a pie se indigna, con motivo. De todos modos, habría que evitar un fácil maniqueísmo: aquí, unas élites avariciosas y corruptas y ahí, una población honrada y engañada. ¡Qué mala suerte! Sin embargo, los gobernantes no nos han caído del cielo como un meteorito, sino que en muchos casos los hemos elegido libremente. Y, con frecuencia, los seguimos votando después de mostrar su falta de honradez: si los que roban son de “los nuestros”, la cosa estaría más que justificada; los otros, “ellos”, han robado lo suyo con anterioridad, así que ahora es “nuestro turno”. Al fin y al cabo, esas élites proceden de la ciudadanía misma, no han venido de fuera. El gobernante corrupto roba a lo grande y el ciudadano sin escrúpulos defrauda en lo poco, en lo que está a su alcance. Nos encontramos así con un país de pícaros, con una sociedad desmoralizada.


¿Cuáles serían las causas de este desfondamiento moral? Habría que investigarlo en profundidad y considerar factores variados -los fenómenos sociales complejos casi nunca se deben a una sola causa, claramente identificable-. No he emprendido ese tipo de estudio, pero de modo tentativo me atrevo a formular una hipótesis: la raíz profunda de la desmoralización que sufrimos se encontraría en el desprecio a la vida humana, manifestado en prácticas como el aborto o la eutanasia.


Si una sociedad da por bueno que podamos eliminar el embrión en el seno materno o acabar con el ya nacido cuya vida no reúne la calidad deseable, las demás infracciones acabarán pareciéndonos minucias, desviaciones sin importancia. Evadir impuestos, pagar o cobrar comisiones, prevaricar, mentir -al electorado, a los accionistas, al cónyuge, a los clientes, a las audiencias-, robar…: Quien acepta el delito mayor como algo normal, ni siquiera advertirá la gravedad de los delitos menores. Si se le puede privar al otro de su vida, ¿cómo no se podrá hacer lo mismo con su dinero, su propiedad, su buena fama, sus derechos en general? Si se puede matar, ¿cómo no se va a poder insultar, agredir, violar, engañar o manipular? Una vez que se atropella el derecho a la vida, los demás derechos, secundarios y derivados, quedan disponibles y cualquier argumento justificará su vulneración. En términos del derecho penal, si se naturaliza el delito grave, no tiene sentido prohibir la falta leve. De la hipocresía se llega enseguida al cinismo.


La eutanasia es un fenómeno relativamente reciente entre nosotros, pero del aborto ya vamos teniendo experiencia: justamente acaban de cumplirse cuarenta años de la primera ley del aborto en España, que se ha cobrado hasta el momento unos tres millones de víctimas. Esa cifra, más o menos oficial, engaña: la rápida generalización del aborto farmacológico, que desplaza al quirúrgico, impide disponer de estadísticas solventes. Si además de las mujeres que abortan tenemos en cuenta a los padres, a parientes y amigos, nos encontramos con millones de personas implicadas en esta auténtica tragedia. Tanta gente con las manos manchadas de sangre, tanto dolor acumulado, y se trata de un asunto proscrito de la agenda pública, del que no conviene hablar. El resultado es una sociedad
herida y desmoralizada.

 

 

 

 

Fuente: CanalB

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